Vargas Llosa: «La novela salvará a la democracia o será sepultada con ella y desaparecerá»
Difícil hacer un resumen del brillante discurso de Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) leído este 9 de febrero de 2023 en la ceremonia de su incorporación como nuevo “inmortal” a la Academia Francesa fundada por el cardenal Richelieu en 1635. Allí están sus recuerdos en la Universidad de San Marcos, luego su viaje a la ciudad de sus sueños, París, y su encuentro con la obra de su maestro Gustave Flaubert. En suma, allí está retratado buena parte del perfil cultural de nuestros días. Veamos.
“Cuando yo era niño, la cultura francesa reinaba en toda América Latina y también en el Perú. ‘Reinaba’ quiere decir que los artistas e intelectuales la tenían como la más original y consistente, y que la gente frívola la adoraba también, porque veía en ella la culminación de sus sueños y el viaje a París, la ciudad que, desde el punto de vista artístico, literario y sensual, era la capital del mundo”, recuerda al inicio del discurso.
Eran los tiempos del existencialismo (de Jean-Paul Sartre) y este credo “reinaba también en Lima, o, por lo menos, en el patio de Letras de San Marcos, la universidad que yo había elegido, contra el parecer de mi familia, que aspiraba a que yo fuera un disciplinado alumno de los curas, en la Universidad Católica, que era privada…”.
En ese momento recuerda una reunión clandestina “durante una huelga de tranviarios, en que mi camarada y amigo, Félix Arias-Schreiber, después de escucharme despotricar contra esa mala novela rusa, ‘Así se templó el acero’, y elogiar a André Gide y ‘Les Nourritures terrestres’, me sepultó en la nada, diciéndome: “Camarada: tú eres un sub-hombre”.
Es cuando el joven Vargas Llosa, comunista, se convence de que era imposible ser un escritor en el Perú.
Es así como el futuro Nobel llegó a París en 1959, y descubrió que los franceses, “fascinados con la Revolución cubana (…) habían descubierto la literatura latinoamericana antes que yo, y leían a Borges, a Cortázar, a Uslar Pietri, a Onetti, a Octavio Paz y, más tarde, a Gabriel García Márquez”.
Recuerda que gracias a Francia descubrió América Latina y sus problemas seculares. “En París me hice escritor, una vocación que no me había atrevido antes a asumir”, recuerda.
Pero lo más importante para Vargas Llosa fue que en Francia descubrió a Gustave Flaubert, “quien ha sido y será siempre mi maestro, desde que compré un ejemplar de ‘Madame Bovary’ la noche misma de mi llegada (…). Sin Flaubert no hubiera sido nunca el escritor que soy, ni hubiera escrito lo que he escrito, ni cómo lo he hecho. Flaubert, al que he leído y releído una y otra vez, con infinita gratitud, es el responsable de que ustedes me reciban hoy aquí, por lo que les estoy, claro está, muy reconocido”.
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Acto seguido el octogenario rindió un homenaje a Michael Serres, a quien ha reemplazado en la silla número 18 de la Ácademie Francaise.
Rescató de dicho autor la búsqueda de la empatía de las “ciencias frías”, entre ellas las ingenierías, con el arte, la filosofía y la literatura, y también estuvo de acuerdo con la crítica de Serres al darwinismo social que hace el elogio del más fuerte, es decir, de aquel que sobrevive a la matanza al estilo del medioevo.
“En el libro dedicado a La Fontaine, uno de los últimos que escribió Michel Serres, hay también esbozos de una cierta historia, en la que éste deplora que la vida dividiera tan frontalmente las ciencias y las letras, y un como ruego secreto de que en el futuro no sean así las cosas, y se tiendan puentes entre ambas disciplinas, de modo que sean ellas una sola búsqueda de una misma escondida verdad”, augura, en un esfuerzo por un devenir ideal.
Después de una reflexión erudita de la obra de su predecesor, no dejó de señalar que sólo las mujeres son la paz y los hombres la guerra. “Teseo y Ariadna, Creón y Antígona, Luis XV y La lechera, Stalin y Pol Pot ilustran esta convicción. Y María Teresa la confirma”.
El narrador invisible
Acto seguido Vargas Llosa retomó a su maestro Flaubert y a la literatura francesa, para recordar “la manera como el solitario de Croisset me ayudó a ser el escritor que soy”.
“Deslumbrado por la elegancia y la precisión con la que escribía Flaubert, lo leí y releí todo, de principio a fin, quiero decir, estudié sus novelas y sus cuentos y su correspondencia, e hice el viaje a Croisset a llevar flores a su tumba, para agradecerle todo lo que había hecho por mí y por la novela moderna”, recordó.
“Flaubert es un grandísimo escritor, acaso el más importante del siglo XIX europeo, o, por lo menos francés, que equivale a decir mundial. Pero su importancia no está sólo en sus admirables novelas –Madame Bovary y La educación sentimental, principalmente-, sino en sus aportes a la estructura de la novela moderna, la que él funda en cierto modo. Dicho de otra forma, es Flaubert quien inventa esa figura del narrador invisible, que es como el Dios Padre que no se ve y que no tiene por qué ser el único narrador porque deja aparente libertad a sus personajes, obviamente sin mostrarse”.
“Inmediatamente después de Flaubert, yo pondría a Víctor Hugo, pero no su poesía, que ahora nos parece algo retórica, sino Les Misérables, una novela que leí de adolescente, que he releído varias veces, y que ha hecho de Jean Valjean un compañero inolvidable, y que está siempre ahí, para animarme a soportar el peso del infatigable y obseso policía Javert al que él perdona la vida y salva, al salir de los túneles de París, entre el barro y la putrefacción, una de las hazañas más audaces de la novela, que ha ayudado a convertir a muchos jóvenes (de entonces) como el que les habla, a la formidable vocación de novelista…”.
Salvará la democracia
Después de pasar revista a las glorias de la literatura francesa, el nuevo “inmortal” de la Academia Francesa tenía necesariamente que tocar las luces y sombras de las diversas correlaciones entre la literatura y otras actividades del mundo moderno, como la política.
“Y ahora déjenme exponer mi teoría, que vale como algo más, y acaso un poco menos, que tantas que circulan en esta época, la de las teorías literarias. La novela salvará a la democracia o será sepultada con ella y desaparecerá”, sostuvo.
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Y es que en las obras literarias “los débiles derrotan a los fuertes pues la justicia de su causa es infinitamente más grande que la de éstos últimos, los supuestamente poderosos”.
Esa debe ser una de las razones del porqué “la literatura francesa ha hecho soñar al mundo entero con otro mundo mejor, en todo caso distinto, y de esta manera ha renovado la democracia, manteniendo el sueño de un mundo diferente, sobre todo para las colectividades hambrientas y marginales y, muchas veces, las latinoamericanas, entre otras”.
Superioridad intelectual
“Algunos dirán que el cine y la televisión cumplen, en este siglo, la función de las antiguas novelas. (…) y reconociendo la gran afición que hay por el cine en nuestro tiempo, es preciso reconocer la superioridad intelectual de la literatura, de las palabras y las ideas sobre las imágenes que dejan una huella bastante pasajera en nuestra memoria”.
Para fundamentar su posición, Vargas Llosa recurre hasta los cimientos de la novela y lo ejemplifica con lo que Michel Serres calificó como “el libro más grande del mundo”, Don Quijote de la Mancha, “la primera obra que, por encima de los diferentes idiomas, haría las delicias de la vieja Europa. En España, Cervantes, en Inglaterra, Shakespeare, en Francia toda la literatura, y mucho más tarde el Goethe de Alemania, esos gigantes sembraron los sueños de nuestra historia futura”.
Son lumbreras que, de seguro, resucitaron “los sueños y las fantasías que yacían escondidos en el fondo del corazón humano, entre las proezas de una época que tenía la matanza por la más noble de las virtudes, aunque siempre empañada por el olor de la sangre (…) mientras la literatura iba refinando los paladares y los sueños de las gentes, hasta seducirlas y conquistarlas, en un período que todavía llamamos clásico y que sienta las bases de la literatura del presente: esa otra vida de la que es espejo la nuestra, mientras no se demuestre lo contrario”.
La crítica
En ese estadio de su exposición no podía faltar la crítica, como él mismo ya había hecho gala en su ensayo La civilización del espectáculo. “La crítica sin la literatura o la literatura sin la crítica, es tiempo perdido, desperdiciado y malgastado”.
¿Puede la literatura salvar el mundo, proteger este pequeño planeta que la imbecilidad humana ha cargado de bombas atómicas y de hidrógeno que bastarían para desaparecerlo…?, interroga Vargas Llosa.
“Es muy posible, pese al desprecio que merecen a los poderosos esas multitudes encrespadas y asustadas que protestan…”, añade.
Entonces de lo que se trata es de “recitar la buena poesía entre aplausos, acercarla de nuevo a la muchedumbre de la que se ha ido alejando. Y eso debe ser la crítica: señalar el camino, no para evitar los obstáculos, sino para mostrarlos, de manera que a nadie sorprendan y que inciten las proezas, en los que la poesía y la novela han ido más lejos que nadie…”.
Y en esta travesía “nadie ha ido más lejos que los escritores franceses en la búsqueda de esa entidad secreta que alimenta la vida y es la literatura, la vida ficticia que es, para muchos, la vida verdadera…”.
Disciplina y constancia
En consecuencia, la crítica ha sido el espigón de la literatura de los grandes -Paul Valéry, Sainte-Beuve y los de Bataille y Baudelaire y Camus y Malraux y Flaubert y Gide y Mallarmé y Montaigne y Michelet-, ha sido su punta de lanza, sin ella su poesía, sus cuentos y novelas no hubieran sobrevivido, y toda su literatura se hubiera desgastado solo en la contemplación de sí misma.
A la crítica hay que sumar el talento que “es una cuestión de disciplina y constancia” en la búsqueda de una obra maestra, según Flaubert, y que “está al alcance de cualquiera que tenga una vocación irresistible”.
Por todo esto y mucho más, Vargas Llosa concluye que “una vida sin literatura sería horrible, siniestra, despojada de las experiencias más ricas y diversas, una rutina intolerable, hecha de obligaciones que se irían repitiendo diariamente como un conjunto de compromisos sin promesa de remisión”.
“Ese cuadro de palabras que proyectamos sobre nosotros mismos, y que ha ido cambiando y enriqueciéndose con el tiempo, es nuestra defensa, el escudo tras el que nos recluimos cuando tenemos miedo de perecer sin dejar huella. ¿Puede un libro salvarnos? ¿Una historia redimirnos y convertirnos en materia novelable, semejante a aquellas que inventamos y escribimos? No es imposible, pues en este campo –lo que ocurra luego de nuestra muerte- todo es materia de contradicción, de especulación y de esperanza”.
En el fondo, la literatura es una coraza del hombre en su defensa contra la muerte. (Por Plinio Esquinarila)
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