Los sicarios se suman a los conflictos mineros

La inteligencia policial ha señalado a un elemento que puede convertirse en creciente protagonista de la conflictividad en torno a la actividad minera y otros sectores en el país: el sicariato.

En 2015, por ejemplo, sicarios de la banda «Los Pativilcanos» asesinaron en Huarmey, Ancash, a un minero informal «en un presunto acto de venganza por un conflicto minero». En 2021 se atrapó a una docena de individuos fuertemente armados que viajaban de Arequipa a Lima; las investigaciones determinaron que la banda criminal daba protección a mineros ilegales. Hay más en el registro, incluyendo la matanza perpetrada por sicarios en Atico en los últimos días.

Por otro lado, y tiempo atrás, en este espacio comentábamos sobre los riesgos de que criminales y sicarios se infiltren en las protestas sociales de contornos políticos. Es decir, que extremistas politicos e ideológicos (incluyendo a las franquicias castrochavistas en Perú y a los narcosenderistas del VRAEM) puedan subcontratar a delincuentes para recalentar el sistema de conflicto nacional; ello sin descartar los asesinatos por encargo y selectivos contra civiles incómodos.

De hecho sobre lo anterior hay evidencia recabada por la misma policía especializada. En octubre del año pasado la Dircote, Dirección Contra el Terrorismo de la PNP, detuvo a un sicario de 19 años en Satipo, Junín. El sujeto tenía la misión de atentar en Lima ─y posiblemente reclutar apoyo para ello─ por orden de los remanentes de Sendero Luminoso del VRAEM, contra dos analistas civiles de seguridad, un periodista y un testigo clave de un proceso activo de investigación judicial que involucra a miembros prominentes del actual régimen de Castillo-Cerrón.

En 2012 publicamos también un texto sobre cómo diversos extremistas se habían trenzado, establecido relaciones de cooperación con distintos grados de interdependencia para tensionar violentamente las protestas antimineras (ver: «Etno-senderismo-emerretista». 5/12/2012. Expreso). Los móviles políticos de fondo de esos desafíos por momentos violentos (por ejemplo en Conga, Bagua, Tía María, Apumayo, etc.) diferencian a los que particularmente mueven a los sicarios o delincuentes: el económico.

Tradicionalmente han sido los actores calculadores con afanes ideopolíticos ─sin obviar los crematísticos─ sobre las actividades extractivas los que descarrilan los contextos (sumado a las reacciones contraproducentes y hasta torpes de los gobiernos y las empresas involucradas) incitando a las personas a cruzar la delgada línea que separa a veces la radicalización del extremismo violento. En contraste, los actores realmente reclamantes en las comunidades con legítimas y atendibles demandas ─incluyendo las medioambientales─ pero que rechazaban con toda razón la violencia, eran superados o infiltrados por los violentistas con objetivos de poder.

Que hoy en el contexto específico de las terribles muertes (15 personas) en Atico, Arequipa, aparezca el sicariato como otro actor en las disputas entre mineros informales o ilegales eleva el grado de letalidad. Entre otros peligros potenciales, no puede descartarse que los desenlaces se vayan trasladando, como venganzas irresueltas, de las zonas rurales o donde se desarrollan los enfrentamientos a las zonas urbanas.

En un marco general, mucho hará ─entre otros factores─ para neutralizar la espiral de tensiones negativas tener un gobierno seriamente consciente de los riesgos y comprometido en dar salida institucional a los conflictos en pro de reactivar el vital crecimiento económico que da sostén a las decisiones y políticas públicas para reducir la pobreza y las demandas contenidas.

Distinto será si se cuenta con un gobiernismo calculador que en vez de reducir, incita las tensiones, deja actuar impunemente a los violentos que van socavando el sistema político y económico nacional. Es decir, incubando adrede el caos como escalera al éxito proestatista, constituyente y «refundacional».

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