¿Políticos y prensa vuelven a dejar solos a las FFAA?

Poco más de 30 años después de la caída de los ideólogos terroristas Abimael Guzmán –ahora ya fallecido– y Polay Campos y de la neutralización militar –más no política e ideológica– del senderismo primigenio y del emerretismo, los debates sobre la violencia política en el país tienden a generar aún polarizaciones ciudadanas. Si la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) pretendió llevar a la sociedad peruana hacia un proceso de unión o de consenso sobre la «memoria histórica» con respecto a la época de las brutales agresiones terroristas, pues parece haber fracasado rotundamente en su intento.

Una parte, entre muchas otras, de esta fragmentación ciudadana está en los esfuerzos de ciertos sectores que insisten en equiparar el rol pasado de militares y policías con el accionar de senderistas y emerretistas. Una suerte de competencia por hegemonizar narrativas sobre «la verdad, la memoria y la justicia» se desenvuelve poniendo también a prueba hasta qué punto la opinión pública tolera este intento igualador con las fuerzas de seguridad que salieron a defender a los peruanos por disposición del poder político durante distintos gobiernos.

Y en esta sorprendente competencia, las fuerzas del orden parecen ser presentadas como las «malas» preponderantes. A ello se suman los procesos judiciales interminables. ¿Es serio, por ejemplo, que algunos uniformados estén treinta años en procesos inacabables? ¿No atenta esto también contra sus derechos humanos? Es posible que la ciudadanía no vea ahí un afán de reparación y justicia sino de venganza y persecución con rasgos políticos.

En diversas circunstancias la percepción que pareció colarse entre la población es que el terrorista termina de cierta manera «reivindicado»; un extremista político violento al que sus antiguos y actuales justificadores parecen terminar rescatando en sus supuestas «legítimas» intenciones en «defensa de los desposeídos» (a quienes también asesinó contradictoriamente), invisibilizando sus predominantes cálculos para hacerse del poder vía la violencia. Una parcialidad que favoreció a las retóricas de senderistas y emerretistas, quienes habrían así actuado –según dicen– tan solo como «luchadores sociales» y por lo cual fueron «perseguidos» y convertidos en «presos» o «prisioneros políticos». Toda una alteración grosera de la realidad en favor de la extrema izquierda.

Estas interpretaciones de la época de la violencia política, se dieron en contextos donde la ciudadanía vio cómo los terroristas iban siendo excarcelados –y hasta algunos indemnizados– en muchos casos gracias a la reducción de las sentencias judiciales revisadas. Todo esto a la par de una subestimación de su recomposición política subterránea, su relanzamiento ideológico en las regiones y hasta de su influjo azuzador en mucha de la «conflictividad social» vivida en el país en los últimos veinte años. Hoy se ven los efectos de esa labor clandestina.

Otra parte de la fragmentación ciudadana se ha dado en la ya tradicional intención de divorciar los actos y las responsabilidades «civiles» de las «militares» en este terreno, y que no es reciente. En los ochentas los debates sobre esta aparente dicotomía iban en la dirección, por parte del poder político civil, de sacudirse de los «excesos» cometidos en la lucha contraterrorista, de evadir su responsabilidad en la toma de decisiones políticas. Un desmarque que aflojó los mecanismos institucionales de conducción y control en esa lucha de tendencias desbordantes y desorientación (donde ya en el año 1982 a «escala nacional, se producía un atentado de los grupos terroristas cada ocho horas»).

Ciertamente existieron repudiables intervenciones grupales o individuales de agentes estatales uniformados (no como una política sistemática e institucional) en las que irracionalmente se embistió derechos humanos fundamentales. Ahí está por ejemplo lo sucedido en Los Cabitos en Huamanga, la masacre en Putis, la matanza en Accomarca, etc. En estos terribles casos no basta hablar de «excesos», sino de graves delitos. Y por ello, se hace bien en seguir recordando esos abusos del pasado como lección para los recién llegados o, de darse el caso de relanzados desafíos armados y violentos, evitar su inconcebible repetición. Esto es crucial en las actuales circunstancias.

Está documentado –por los expertos mundiales sobre las insurgencias y el terrorismo– cómo las operaciones gubernamentales de seguridad que socavan los derechos humanos y las libertades son contraproducentes para los esfuerzos efectivos de la lucha antisubversiva (llegando incluso a favorecer las estrategias de victimización y propaganda del extremismo).

Ciertos sectores de la prensa también han tenido gran influencia en el terreno de dividir las responsabilidades de lo «civil» y lo «militar». Y ello tampoco es nuevo. En 1989 por ejemplo, en medio del salvaje hiperactivismo terrorista, el periodista César Hildebrandt lo señalaba a su manera:

«La Fuerza Armada tiene un largo escarmiento en cuanto a sus relaciones con la prensa. La prensa ha tenido un papel perverso en términos generales. Siempre ha ido, tuerta y manca, a escarbar un solo lado de los derechos humanos. Jamás se ha interesado en la situación de los combatientes de la Fuerza Armada. De algún modo todos hemos sido senderistas, moralmente hablando… El mensaje global de los medios de comunicación, incluyendo los que yo eventualmente he dirigido y esto es una autocrítica, es que la Fuerza Armada es violadora de los derechos humanos y no hemos subrayado suficientemente nuestra condena en relación a Sendero y hemos pecado de cobardía en esto… Nosotros le hemos dado la espalda a la Fuerza Armada, la hemos dejado sola y luego le hemos reprochado excesos en parajes remotos donde no hay ley ni Dios. Les hemos dicho que acaben con el problema y luego les hemos criticado por ser abusivos. Una vez que hemos producido su repliegue les hemos preguntado por qué no actúan y cuando han vuelto a actuar les hemos vuelto a enrostrar excesos, solo excesos».

Los intentos que persisten en nivelar de forma institucional a los uniformados (quienes aún mueren en el VRAEM por el narcoterrorismo que sigue enlutando a sus familiares civiles) con Sendero Luminoso y el MRTA fueron descuidados por los poderes políticos de turno que se desentendieron de lo ocurrido; que evadieron asumir su responsabilidad en las decisiones que impulsaron los actos de militares y policías a la hora de contrarrestar al enemigo. Un terrorismo que además incitaba una sobrerreacción gubernamental imprudente, pro «cuota de sangre», a fin de recalentar aún más los contextos; de provocar cada vez más «que la represión atizara las llamas de la revolución», como prescribía Guzmán y la «lógica de la violencia».

Cabe recordar que el terrorismo está diseñado «para crear poder donde no lo hay o para consolidar poder donde hay muy poco». Y a eso apostaron senderistas y emerretistas: al ataque indiscriminado de civiles, policías y militares para generar y cimentar poder.
En los últimos años, si bien el contundente rechazo al intento de «igualar» el rol institucional de las fuerzas de seguridad con las acciones de los terroristas fue creciente, es penoso que no pocos jóvenes ignoren tanto sobre la época del terrorismo y sus perpetradores. Es una enorme tarea por resolver.

En contraste, quienes sí recuerdan o se han preocupado por conocer el pasado, grandes lecciones han sacado de aquellas endemoniadas circunstancias que tocó vivir, sean «civiles» o «militares y policías», peruanos todos finalmente, agredidos por el terror político e ideológicamente motivado de Sendero Luminoso y el MRTA.

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