Bogotá

Bogotá

Me gusta la lluvia de Bogotá, su aire que limpia el cielo para entregarle a mis ojos otra precisión de sus montañas. La Calle 26, la ruta del Transmilenio que cruza esta ciudad con la velocidad de un pájaro que evita los puentes peatonales, los jardines al costado de las vías, sus árboles tocando mi corazón abatido por esa soledad tan despiadada como la del film de Eliseo Subiela, pero yo no soy Oliveiro, ni esta es una nostalgia milonguera. Aquí mis pálpitos son otros, otras las bocas que muerden el ocaso, las páginas de aquella libreta donde continúo la escritura de endecasílabos que buscan llamar su atención para que no nos destruya la tarde, ese ligero cristal donde se reflejan sus manos con la voluntad de un bambuco que nada tiene que ver con esas mixturas derrotadas por el filo de otras interpretaciones. Me gusta la altura de Bogotá, la forma de sus casas, los techos, el color de sus edificios, el timbre de sus bocas. Me gusta el frío de Bogotá, su invitación al abrazo, a la ternura, a esa sensación de una mano apretando sus calles y carreras, la ejecución de un acto que escapa de mí y su amenaza de determinación, de puerta o ventana decisiva. En Chapinero la noche cae más rápido, su oscuridad es más cercana, el cielo está a una distancia insular que me obliga a levantar una cerca para cuidar esta pequeña ilusión porque la historia siga esquivando el punto aparte, la muerte de una estación que empezó a galope. Pienso en los cielos que tocamos juntos, en ese libro leyéndonos en el Central Park o en Puerto Madero, en el malecón Harris o en la Plaza de Bolívar, sus versos hablándonos como dos niños al acecho del próximo vuelo, de la siguiente hazaña, de mi sonrisa oculta durante tantos años abriéndose al mundo con la emoción de un lobo aullándole al sol, al mundo que dibujamos con la textura de una crayola, de un guadual despidiéndome en El Dorado, o en El Edén, o en Jorge Chávez. Aquí escribir es tocar la vida porque qué son las palabras si no el aliento que interpreta nuestros puntos cardinales, la clave de sol que nos apunta el ritmo, el silencio de las redondas o la mayéutica de las blancas. Me gusta Bogotá porque ahora cuando entiendo el mensaje de su altura, me asalta un poema con la sola pretensión de rescatarme. Un hombre sabe cuando está en un lugar para el vacío o en un lugar para la siembra y aunque ahora un pájaro de metal abre una brecha, elijo estar aquí, con los ojos poblados por semillas, listo para fecundar la nueva tierra.

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