El poeta y la luna

El poeta y la luna

La luna  simboliza lo inasible, lo que solo se puede contemplar en la lejanía. Conocí a un poeta, compositor de valses, por demás, de gracia sutil. Un día perdió el equilibrio. Nos sorprendió con una frase que al inicio asumimos como una broma impertinente y fugaz: “Estoy enamorado de la luna”.

La repitió sin fatiga e insistió todas las tardes antes del plenilunio hasta que nos convenciéramos de que su confesión era irrebatible y, en efecto, lo fue. Diversos acontecimientos en escalada produjeron en él un trastorno de tal dimensión que transfirió su amor por una mujer hacia un objeto superior, inmensurable, pero fijo e ideal. Era el objeto que podía contemplar inmóvil desde su ventana, desde el parque en la cercanía del barranco o desde la orilla de la Costa Verde tras el ocaso, sin la opción de un temprano adiós.

Le hablaba despacito y la esfera luminosa no le respondía; ni aún en su constancia o su movilidad articulaba alguna frase. A veces ella se escondía sobre la neblinosa Lima. Con su guitarra la invocaba aguardando un gesto, una señal. En la penumbra de la orilla o boca arriba en la arena del sur, tachonaba el cielo con lumbres para animarla.

Ha pasado el tiempo y no sé qué será de él… tal vez lo sé. La última vez advirtió entre tragos y grandes bocanadas de humo que había decidido visitarla, cercarla, tocarla, remontar el espacio, las capas superiores de la atmósfera, para lazarla. Lo buscaron por las calles de Lima, por los hospitales, por las estaciones de policía… pero era inútil: Marcelo Gálvez había desaparecido. Dicen que lo vieron marchar la última vez por Alcanfores y desaparecer como tragado por una boca al final de la última casa.

Hace varias semanas hice un viaje fuera de Lima, a Canta. Precisamente llegué a las alturas de Calancayo, a la laguna de los siete colores, al pie de la cordillera La Viuda, donde con Marcelo y la mancha solíamos nadar y contarnos cuentos. En su superficie turquesa, verde y azul, la luna se reflejaba con su máximo esplendor. A solas, miré alelado su reflejo relumbrante, descomunal e intacto en el agua quieta… y más allá las huellas hondas de unos zapatos en la orilla húmeda dirigiéndose hacia el lago. Observé callado, cómplice de la majestad de ese amor que vio por fin la luz en una noche de verano.