Necesitamos paz
Necesitamos paz
Todo lo diré en plural. Lo que más necesitamos los peruanos es paz. Llevamos gran parte de nuestra vida democrática que recuperamos al inicio de la década del 2000 –arreciada desenfrenadamente en el último lustro y medio– dominados por la polarización política que le ha ganado el magro sitial a la economía del pasado, y por eso, lo que seguimos teniendo es crisis política, a diferencia de los años ochenta y parte de los noventa en que fue económica. Nuestra clase política hizo muy poco por invertir en los partidos políticos –desaparecimos la conciencia cívica de las aulas en los colegios y los antivalores se han superpuesto– y por eso hemos tenido una intensa y desordenada actividad política de empíricos, aventureros, arribistas y oportunistas, que hicieron del país su chacra al priorizar sus intereses personales, familiares o de grupo, antes que velar por los intereses nacionales. Llegó la bonanza, una vez que recuperamos el compás de nuestra economía con Fujimori, y desde entonces, en que el país mantuvo y hasta mejoró las cifras de crecimiento como pasó con todos los gobiernos sucesivos hasta hoy –aunque de manera relevante con Toledo y García–, hemos dejado pasar el tiempo imperdonablemente, dominados por las pugnas, haciéndonos daño unos a otros, y mientras tanto, la agenda nacional, que priorizamos poquísimos hombres de Estado hacia el desarrollo, fue archivada porque no era rentable a los apetitos de quienes tuvieron su momento de poder. Si decidiéramos invertir en los pocos partidos políticos que tenemos –con el APRA, el más antiguo, a la cabeza–, las pugnas por ganar el poder y saquear las arcas del Estado se verán atenuadas o erradicadas. Como eso no pasa, entonces, todos los que consiguen el poder, aprovechan cada segundo de contarlo, porque asumen que esa oportunidad no volverá a repetirse, y mientras tanto, la referida agenda hacia el desarrollo sigue en tercer o cuarto plano y los que más sufren, siguen siendo las nuevas generaciones de peruanos que van incorporándose a las responsabilidades de la patria, sin la fortaleza del nacionalismo indispensable que enseñó Velasco, el satanizado militar gobernante que, aunque dominado por sus malos asesores, nos dio la dignidad nacional de despojarnos del sistema feudal que vergonzosamente mantuvimos hasta hace pocas décadas.
La tolerancia no existe o está venida a menos. Si digo que Fujimori debía salir de la cárcel porque no merece terminar sus días entre las rejas –harto satanizado como Augusto B. Leguía–, a pesar que en la segunda parte de su gobierno, le hizo mucho daño al país por la corrupción manifiesta y quebrando la moral nacional, entonces soy fujimorista. Si digo que Pedro Castillo no debería ser juzgado por rebelión porque jamás se levantó en armas no sostengo que sea inocente porque cometió un acto antijurídico que fue la ruptura del régimen democrático conforme la Carta Democrática Interamericana, sino que el delito imputado no es el que jurídicamente le corresponde, pues jamás actuaré como un borrego sino, pegado a la ciencia del derecho como se exige de un académico–, entonces soy castillista. Nos dedicamos a soltar todas nuestras energías en atacarnos hasta herirnos de muerte política, unos a otros, y al costado yacen los asolapados, o sea los más peligrosos, es decir, aquellos que actúan detrás de la cortina como perfectos cobardes, conspirando todo el tiempo, dominados por su mediocridad, en todos los círculos de nuestra vida nacional. Todo esto que narro nos pasa porque no invertimos en educación, y por no hacerlo seguimos siendo un país a la deriva. Necesitamos crear las condiciones de un Perú de paz con orden y carácter, pero les aseguro que con los brazos cruzados jamás lo conseguiremos. Por eso arengo a la ¡REVOLUCIÓN EDUCATIVA!, de lo contrario, nos iremos al abismo.
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