¿Por qué no hay mundo bipolar?: el caso de Estados Unidos y China

¿Por qué no hay mundo bipolar?: el caso de Estados Unidos y China

Debido al incuestionable ascenso de China en el actual sistema internacional en que, además, yace el mundo muy atento al decurso de la guerra entre Rusia y Ucrania, que no acaba, con frecuencia suele creerse que vivimos en un nuevo mundo bipolar, es decir, uno en que el poder mundial es compartido por dos Estados, exactamente en la misma condición de hegemonía, como sí sucedió, luego de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), entre los Estados Unidos de América y la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (U.R.S.S.), cuyo poder era mutuamente equiparable y había configurado un típico escenario de equilibrio, extendiéndose hasta 1989, en que se produjo, primero, la caída del muro de Berlín, y luego, el inexorable desmembramiento de la Unión Soviética, que dio paso al final de 1991, a la geopolíticamente disminuida Federación de Rusia. Pero también pasó a fines del siglo XV, con España y Portugal, convertidos en los hegemones de la edad Moderna, gracias a los viajes de circunnavegación –la tesis de que la Tierra era plana de Ptolomeo sucumbe ante la enarbolada por Nicolás Copérnico y Galileo Galilei, que sostenía la redondez del planeta–, que los llevó a conquistar territorios ultramarinos, una vez que se dividieron el globo por el famoso tratado de Tordesillas de 1494.

La realidad de hoy es que China es un país que sigue firme en su proceso imperturbable de convertirse en la superpotencia del planeta, pero que todavía no lo es, y eso será bueno tenerlo claro para no elucubrar en el marco de las relaciones internacionales, la ciencia de las pugnas por el poder mundial. No debe confundirse la condición de país rico con la de Estado poderoso. Japón, por ejemplo, que supo levantarse luego de la guerra de 1939, en que había quedado seriamente flagelado por las dos bombas atómicas lanzadas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, el 6 y 9 de agosto de 1945, respectivamente, fue realmente rico en las últimas décadas del siglo XX –eran los inicios de la Cuenca del Pacífico como espacio geopolítico novedoso a través del Foro Económico del Asia-Pacífico (APEC)–, pero –hay que decirlo–, nunca llegó a configurar la calidad de Estado poderoso, una virtud estatal que supera al auge y preponderancia económica y comercial, como la que hoy cuenta China, y que más bien queda perfectamente circunscrita a poseer poder militar y tecnológico, además del económico, desde luego. Los chinos –les encanta hablar de guerra fría– siguen imparables en la conquista comercial del mundo a través de la Franja y la Ruta, pero también en su desarrollo militar para competir por la hegemonía mundial que pretenden en pocas décadas, seguramente.

Esta circunstancia desiderativa no debe confundirse con la realidad presente. Es verdad que Estados Unidos ha tenido distracciones y falencias, pero también, que sigue contando el mayor peso global. En todo caso, para que se produzca un cambio de posicionamiento entre los actores, deberá antes producirse una circunstancia planetaria que produzca un reacomodo de la correlación de fuerzas, y ello estará determinado por la aparición de nuevos paradigmas que darán paso a un nuevo orden mundial, eso sí, en proceso de configuración.

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