¿Qué te deja?
¿Qué te deja?
Probablemente al culminar la reunión con tu psicoterapeuta, la pregunta de rigor sea: “¿Qué te deja esta sesión?”. Lo mismo te preguntarás tú cuando lees un libro o un diario, un suplemento o lo que sea, o cuando culminas una conversación. Una publicación, un diálogo o una experiencia no debe pasar por pasar sino dejar algo que nos prevalezca y nos perdure. Durante los últimos meses (sigo en esa línea con algunos textos pendientes), leo y solo comento libros que “me dejan algo”. Valiosos por sus recursos literarios, sí; pero también porque tienen materia humana valiosa que mostrar, tanto para formar nuestra visión o movernos el piso.
Puede ser una relación amorosa o una buena experiencia e, incluso, una tragedia las que nos dejen algo. Cuando leo un artículo sobre la mortalidad del mosquito no hay gracia ni ironía que lo salve, siempre será un artículo inocuo. Suelo ser exigente en lo que leo y empecinado en que los artículos siempre nos “dejen algo” porque “dejar algo” es formar y formar es aportar al mundo contenidos que quedan. A veces los temas universales o sustantivos se pierden porque se cree que lo superfluo interesa más, ergo, vale más. Muchas conversaciones sustanciales se descalabran porque la frialdad, la superficialidad o la estupidez ganan la partida. En Internet la superficialidad obtiene seguidores. Fácil comprobarlo en You Tube, Facebook, Wattpad u otros medios que regalan puntos, likes o lectoría a aquello que no nos sirve ni un ápice para enriquecer a la humanidad ni a nosotros mismos. Si eres un Facebook Star System puedes decir la intrascendencia que se te venga en gana y tendrás más likes que el anónimo más ingenioso y sustancial. La foto de una cuchara con una leyenda estúpida debajo puede ser viral. Revisando, precisamente, los virales es que comprendo que el cerebro humano se ha reducido con Internet en la medida que creció con la invención de la imprenta.
Una película idiota te roba el mejor recurso, ese no retornable llamado “tiempo”. Cuando descubro que los adolescentes prefieren lecturas que no les dejan nada, ninguneando a Cortázar o Ribeyro, me siento atrapado en una vorágine que no logro contener. Varios millennials con los que discuto no encuentran valor en la música de Lennon, menos en Bach, ni contenidos en los clásicos universales del Cine o la Literatura. Leen a Anna Todd y se aburren con Dostoievski. Así estamos.