San Vicente de Paúl y la caridad universal
San Vicente de Paúl y la caridad universal
Ayer, 27 de septiembre, se cumplieron 363 años del fallecimiento de San Vicente de Paúl (1581-1660), el santo que ha expresado en la historia de la Iglesia católica, el mayor imaginario religioso de la virtud de la caridad, volviéndola global y trascendente. La Congregación de la Misión de Padres Vicentinos que fundara San Vicente, en Francia, en 1617 –hace 6 años celebró sus 400 años de existencia–, llevó adelante la tarea de la evangelización de los pobres y entre éstos, a los más pobres. No existe, a mi juicio, ninguna figura de la Iglesia en sus más de 2,000 años de existencia, que tenga mayores reportes en su tarea totalizadora por los más necesitados como la que llevaron adelante San Vicente y los sacerdotes que lo acompañaron a lo largo de su vida al servicio de los más necesitados, salvo en el siglo XX, Santa Teresa de Calcuta que dio paso a la Congregación de las Misioneras de la Caridad en 1950. Ese mismo año de 1617, Vicente también fundó las Damas de la Caridad y en 1633 a las emblemáticas Hijas de la Caridad con Santa Luisa de Marillac (1591-1660); entrado el siglo XIX, usaban una tocas denominadas cornettes, una suerte de alas o cuernos (cornes, en francés) sobre la cabeza, que se puede apreciar en el afamado cuadro pintado por Henriette Browne, en 1859. Luego de la muerte de Margarita Naseau, víctima de una peste que asoló París y gran parte de Francia en el siglo XVII, los vicentinos han prodigado su obra por el mundo entero. En 1858 llegaron al Perú –gobernaba el Mariscal Ramón Castilla en su segundo mandato– los tres primeros misioneros y con ellos 45 Hijas de la Caridad. Crecieron tanto que un siglo después, en 1955, fue creada la Provincia Peruana. Como gran parte de la acción de la Iglesia, los vicentinos han llevado su misión hacia la obra educativa, hallándose en Surquillo (Lima), Ica, Tarma y Chiclayo. Los tengo en mi retina y en mi vida desde que era monaguillo y luego catequista en la Parroquia de San Vicente de Paúl de Surquillo donde crecí, aprendiendo junto a entrañables amigos comprometidos de mi generación –eran los años 80–, de su carisma, siempre teniendo a los pobres y a los que menos tienen, como el centro de nuestra mayor atención. Su obra silenciosa es extraordinaria y hay que relievarla. Trabajan como nadie, sin parar, desde el alba y hasta altas horas de la noche –en realidad es el trajín diario de los sacerdotes y las hermanas de congregaciones, y de los diocesanos– y eso poco se sabe o poco se dice. También están en los asilos y en los hospitales, como San Vicente, confundido entre los enfermos de París, dándoles el aliento de Dios. Mi homenaje a la Provincia Peruana, y especialmente, a los sacerdotes que tuve por formadores en mi parroquia de Surquillo, que cada vez que paso por la Av. Angamos, señalando el frontis del templo para la mirada de mis hijas, doy gracias a Dios por el privilegio de crecer bajo el manto de su formación religiosa y humanística, perfectos complementos de la que recibí de mis padres.
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