Por Andrés Dávila
En el mundo entero es de conocimiento público el origen del bien y del mal, esta dualidad nos hace interpretar que si Dios existe, también existe el demonio. Esto va de acuerdo a la creencia de diversos grupos, lo que es innegable es que en el Convento de Santa Clara sucedió algo impensable, que ha sido recogido por la historia y consta en documentos eclesiásticos que dan fe de este testimonio.
No hay duda de que los siglos XVI y XVII constituyeron la época dorada del demonio. Probablemente a causa de la fractura en el cristianismo por el protestantismo y de la proliferación del descreimiento.
Se hizo muy corriente que los religiosos acusaran al demonio de ser el culpable de las tentaciones y los pecados que cometía la gente, como también de los males, las enfermedades y las desgracias que, consciente o inconscientemente, sembraban el miedo y el terror entre la población.
Tanto Dios como el demonio, la fuerza del mal, estaban presentes en la vida cotidiana de la gente, en tanto ellos decidían el bien y el mal.
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Uno de los poderes más extraordinarios del demonio era que podía llegar a apropiarse de las personas, hasta someterlas a grandes mortificaciones para conseguir su voluntad y llevarlas a cometer pecados graves. Innumerables hombres y mujeres de Europa y América vivieron la singular experiencia de sentirse poseídos por el demonio.
Llama la atención que en muchos casos fueran religiosos los que manifestaban con sus actos extraños y sus palabras delirantes la presencia de una fuerza sobrenatural que los gobernaba. Aunque resulte sorprendente, los monasterios fueron lugares frecuentados por el demonio.
La exaltada espiritualidad, los rezos, las devociones y las privaciones de los monjes y las monjas no conseguían cerrar las puertas a los demonios. Los posesos y posesas, ciertos o falsos, proliferaron en el mundo católico.
El mundo hispanoamericano no era ajeno a la propagación de la figura del demonio. La evangelización de los indígenas fue el escenario privilegiado de divulgación de la existencia del demonio.
De México a Chile su figura se representaba en los murales de las iglesias y conventos. La explicación dual de las fuerzas que controlaban el universo, sustentada en la existencia de Dios y su contraparte, el diablo, fue el esquema mental trasladado al Nuevo Mundo.
Así que cuando en 1674 empezaron a darse las extrañas manifestaciones en las monjas del convento de Santa Clara de Trujillo, pequeña población de la costa norte peruana, todos coincidieron en nombrarlas como demoniacas.
A comienzos del mes de noviembre del año 1674 una carta del comisario de la ciudad de Trujillo, dirigida al Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, informaba de los grandes temores que se vivían por los espíritus malos que atacaban a las monjas del convento de Santa Clara.
Según decía, estos se habían apoderado de los cuerpos de entre 23 y 26 monjas, hecho que había generado gran alarma en toda la ciudad.
Aunque no podía precisar si estaban “endemoniadas, maleficiadas o hechizadas”, se habían realizado grandes penitencias, sacramentos y procesiones con las imágenes del Santo Cristo de Guamán, de Burgos, y de Nuestras Señoras del Rosario, de la Gracia y de Santa Rosa, y para el siguiente viernes tenían programada una procesión en la iglesia catedral con la imagen de Nuestra Señora de Guanchaco, cuyo destino final era el convento de Santa Clara.
Todo ello destinado a brindar consuelo a las monjas afligidas por el demonio, pero también realizado para pedir piedad al Señor por tan terrible calamidad, pues la presencia de los demonios en el convento era seguramente un castigo divino por los pecados cometidos.
En tales circunstancias, algunos prelados no ocultaban el temor de que la acción de los demonios se extendiera por los valles al resto del país.
De acuerdo con varios testimonios, especialmente el del padre Francisco del Risco, confesor de dos de las principales posesas, desde el año anterior habían empezado a darse extrañas manifestaciones en las monjas, que, por los muchos padecimientos que sufrían, consideró que podían ser obra del demonio.
Tras consultarlo con su superior, el padre Risco inició una serie de exorcismos con el propósito de expulsar los demonios de los cuerpos de las monjas. Bien por su falta de experiencia o por la tenacidad de los demonios, los exorcismos se extendieron por mucho tiempo.
Poco a poco nuevas monjas manifestaron encontrarse contaminadas con el mal, como si se tratara de una enfermedad que se regaba por todo el convento. En los exorcismos a las monjas participaron muchos religiosos, tanto franciscanos como dominicos y agustinos.
Por supuesto, un hecho tan alarmante no podía quedar oculto y un desfile de gente acudía al convento para ver a las monjas endemoniadas. Sus convulsiones, contorsiones, risas y toda clase de manifestaciones extravagantes producían asombro, pesar y terror entre los espectadores.
No podían explicarse que el demonio atacara a mujeres cuyas vidas estaban dedicadas a la devoción, a la oración y a la piedad.
Las monjas entendían sus padecimientos como retos que les ponía el Señor en su camino de purificación. Eran pruebas que debían vencer.
En medio de sus dolencias, manifestaban rabia, rencor, vergüenza y arrepentimiento por los pecados cometidos, aunque estas monjas piadosas no cometían faltas graves; cuando más, pecaban por falta de humildad, sumisión y misericordia. Pero esta no era solamente una actitud o un sentimiento exclusivo de los místicos.
Los demonios hacían presencia de distinta manera en sus víctimas. En el caso de las monjas de Santa Clara colmaron su inconsciente con imágenes y visiones sorprendentes.
En ocasiones estas iniciaron en la infancia o en la adolescencia, mucho antes de la epidemia diabólica. Unas veces fueron visiones duales de niños hermosísimos y rubios de cabellos crespos o de niños negros que apenas gateaban.
Tal vez fueran las formas de representarse el bien y el mal, pero corrientemente el demonio se manifestaba en forma de hombres negros de gran tamaño, sujetos lascivos y seductores que buscaban conducirlas al pecado.
La relación del demonio con la raza africana es constante en los informes. Igualmente, en muchos casos los demonios se presentaron en forma de serpientes con alas y grandes fauces o de sapos, gusanos, cangrejos, ratones, iguanas, toros y zorros, o de hombres negros con traje de lobo.
Si unas veces eran imágenes o representaciones, en otras eran animales o alimañas que las monjas sufrían dentro de su cuerpo. Una, por ejemplo, sentía que entre la piel y la carne le caminaban ratones.
A otras, cuando vomitaban, les salían sabandijas y animales horribles. Los diablos podían alojarse en distintas partes del cuerpo, incluso en el cerebro.
Algo muy interesante es que, si querían hablar salían a la lengua y si eran enfrentados por el exorcista, se refugiaban en las “uñas muertas” de los pies. Finalmente, hay que decir que Luisa Benítez sufría una especie de transformación en la que hablaba con una voz de niña, dulce y encantadora.
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